Taller Espejo Negro: la cerámica es el arte de fallar.

Taller Espejo Negro es un espacio de investigación, enseñanza y producción cerámica en Santiago, fundado por Andrea Morales y Felipe Alarcón. Allí, desarrollan piezas creativas, arcillas, esmaltes y otros materiales para la elaboración de cerámica, y exploran las posibilidades materiales ligadas al territorio y a la economía circular.

Taller Espejo Negro. Foto: Javiera Oyarzún.

Al llegar a visitarles en su taller en el Barrio Yungay, Andrea y Felipe nos reciben con café recién hecho, listo para servir en tacitas hechas por ellos. Al fondo de la casona que comparten con otros creadores –ceramistas, fotógrafos, dibujantes y tatuadores–, tienen su taller. Con una mesa a cada lado –de madera, explican, para que absorba el agua de la arcilla–, nos muestran las bases de yeso donde amasan las pastas que formulan. En una pared, un estante alto y ancho contiene piezas y muestras, las que sacan una a una y alinean sobre la mesa para que las podamos ver.

“Estas son puras muestras y pruebas de esmaltes y pastas que vamos formulando”, explican. Cada pieza esconde colores y brillos más profundos. Felipe apunta con la linterna del celular y nos hace fijarnos: “mira, de cerca no es lo mismo que lejos”. La pieza, a primera vista índigo, tiene pequeños puntos marrones burdeo que brillan con la linterna. “Este esmalte lo hicimos con arcilla del mapocho”.


Taza de café. Foto: Javiera Oyarzún.

 

De hace años que Felipe se mete al río Mapocho a buscar arcilla. Todo comenzó en la universidad, donde se conocieron con Andrea estudiando Arte. “Tú ya estabas en esa, cuando nos conocimos”, comenta ella. “Hicimos un trabajo juntos con una amiga; estábamos viviendo el romanticismo máximo de las artes”.


En el patio de la universidad, cavaron un hoyo e hicieron un horno y un taller de cerámica con tierra, autoconvocado. “Lo intentamos pasar a través del taller de cerámica oficial y hubo cero pesca. En ese tiempo aún no estaba este rollo de lo local, de los recursos, de lo colectivo”. A los profesores no les interesaban los oficios. Esperaban que llegasen con una propuesta autoral individual. “Hicimos todo esto y ningún profesor llegó. Nos pusieron un cuatro. Pero nosotros estábamos contentos de haberlo hecho y haber conocido gente”.


Había una desvalorización hacia los oficios. “Podías llegar con un jarro gigante hecho a mano, y ellos te iban a decir, ‘dale, pero, ¿qué hay detrás de esto?’ ¡Construí un jarro de un metro, qué más!”, cuenta Andrea. En las artes contemporáneas, el fuerte está en el discurso teórico que sostiene a la obra y no tanto en el proceso, en el valor de la materialidad en sí.



“Eso nos hizo preguntar, ¿Qué pasa con los oficios? ¿Por qué no están en ninguna parte?”


Cultura material

La denostación que sintieron desde la universidad hacia los oficios no es aislada. “Tiene que ver con un asunto cultural”, dice Andrea. Al hablar de cómo cambia la forma de aproximarse a nuestro día a día al dedicarse a los oficios, ambos nos cuentan cómo es ir a cafeterías y casas de amigos. Levantan platos para ver si hay algún sello que diga quién lo hizo, de dónde viene; inspeccionan el grosor, los colores; la hacen sonar con un chasquido para ver si está bien cocida; las conversaciones de cocina se vuelven una especulación de componentes y esmaltes. “Hay algo que me llama mucho la atención sobre la cerámica china”, comenta Andrea, “y es que sí, tienen una manufactura grosera que saca 8000 platos por segundo, pero eso muestra que hay un largo estudio e historia detrás, y eso también se valora. Ese producto no es casual. No es casual que tengan esa gran industria, ni tampoco esa calidad, y esas cosas no las puedes saber sin haberlas estudiado. Pero esa visión no la puedes tener sin que haya una perspectiva de cariño por el hacer humano”.

Así como la cerámica de Quinchamalí, la porcelana china traza un saber y una historicidad que atravesada por el afecto hacia lo material. Es algo que se ha desvalorizado en América Latina. “Está muy inserto en nuestra sociedad disminuir todo trabajo manual por ser una sociedad colonizada, porque viene de los pueblos indígenas y se quiere poner una distancia con eso”. En Japón y China hay un valor mucho más tangible. “Todas las cerámicas, herramientas y los esmaltes tienen nombre. Para mí tiene que ver directamente con eso”.

Desde la pandemia, Andrea y Felipe comenzaron a vender una pasta cerámica hecha por ellos. Era más difícil obtener pastas listas para usar, las que usualmente son traídas de afuera. “Pensamos, ¿por qué estamos trayendo tierra de otro país si hay tierra acá? Tenemos dos cordilleras”. Empezaron haciendo una pasta simple, la que les habían enseñado en la universidad, y de ahí siguieron experimentando con otras formulaciones. Felipe es quien las investiga. 

Al preguntarle cómo llegó a extraer arcilla del Mapocho y ponerla en sus formulaciones, empieza: “Vamos a partir así. Soy ñoño. Ñoñazo. Entonces cualquier cosa que haga es porque quiero entender desde la base, desde las moléculas que chocan. Y no nos enseñaban eso en la universidad, así que empecé a bajar libros de cerámica, y ver que había una forma de hacerla que no era simplemente ir a comprar las cosas hechas. También había otro mundo”.

Obras, muestras y materiales. Foto: Javiera Oyarzún.

La cerámica ligada a un lugar


Felipe re traza su camino hasta aquí, marcado por la curiosidad. Aunque empezó formalmente en la universidad, al ver que solo les recomendaban usar materiales formulados traídos de otros países, puede llegar a trazar su encuentro con la cerámica más atrás. “Es algo muy anecdótico, pero con los años hace eco”. De pequeño, iba a quedarse comuna de sus tías en el verano, quien hacía figuritas de cerámica y las vendía en la feria. “Nosotros pintábamos los monos con un pincel. Con uno de mis tíos hicieron el horno y los moldes, y se colgaban de la luz de los cables de afuera, y horneaba solo de noche”. De ese periodo guarda unas pequeñas figuritas que le dio su mamá, de color verde. “Ahora sabemos que eso puede ser plomo”, ríe Andrea. “Oye Feli, ¿cómo se te ocurrió ir al Mapocho? Nunca me has contado eso”, le pregunta.



“Yo creo que necesidad de poesía más que otra cosa”, ríe él. “Ya había investigado y sabía que en todos los ríos hay cosas, y estaba en ese rollo de hacer cerámica vinculada a un lugar. Era algo más arqueológico: saber que la cerámica Aconcagua se dio aquí porque hay vetas de tal cosa, y se hizo un pueblo y dio un culto. Para mí hizo sentido ir a buscar esa cerámica, no un lugar en el que venden todo en una bolsa”.

A partir de un proyecto conjunto con otra amiga, fueron a grabar al Mapocho, en lugares que ya no existen después de que se cubriera todo de cemento, llenos de mariposas, bichos, flores, árboles, arañas. “Me acuerdo de que era como estar en un lugar absolutamente ajeno a Santiago”, comenta Andrea. “Mi mamá no podía creer que nos íbamos a meter ahí. Es muy loco que no haya ningún vínculo con él”.


Al día de hoy, Felipe da un taller de esmaltes con recursos locales, en el que van a meterse al río a ver las rocas y cosas que encuentran allí. “No hay solo piedras; hay cerámicas viejas, pedazos de huesos, plástico… Empiezas a mirar el suelo y te das cuenta de que todo viene de un lugar, se mueve, se desplaza, se junta con otras cosas”. 


Los ritmos de la roca


Cuando invitamos a Taller Espejo Negro a ser parte de la primera versión de Fragua, conversamos sobre lo que significa trabajar con roca hablando de biomateriales. Frente a hongos, bacterias y raíces, la roca es inanimada, no está viva. También eso concibe una forma distinta de relacionarse con el material.

“Torre 1”, pieza que realizaron para la muestra Biomateriales, tecnologías del presente, en el marco de Feria Fragua, diciembre 2024. Foto: Cristóbal Montecinos.


“La cerámica es muy lenta, si no no resulta. Hay otro ritmo”, explica Felipe. “Por eso en un principio hay harta frustración. A la gente se le rompen las cosas, por intentan ir contra cosas físicas. Lo dejan muy grueso, se hacen cosas que no se deben hacer. Tratan de que su primera pieza sea algo perfecto y final”. “Sí, no te permite que te adelantes”, suma Andrea. “Te sale mal. En verdad te sale más rápido esperar”, ríe. 

“Si fallas hartas veces, ten por seguro que vas a entender mucho más de lo que estás haciendo que si no”.


Hay días en que la cerámica no quiere. “Hay algo que no se dice tanto, pero la tierra es algo vivo, y hay días en que algo sucede y no sale”. Hay días, nos cuenta Felipe, que la gente llega contando que, a pesar de usar la misma pasta y los mismos procesos, las piezas no resultan. “La tierra tiene agua, y hornear es sacar el agua de las rocas. Y habiendo agua, hay vida, hay bacterias, hay hongos; la arcilla que recogemos en el río lleva pedazos de hojas secas. Yo asocio eso a un relato muy antiguo de algo que no alcanzamos a ver”.

 

Muestras de colores. Foto: Javiera Oyarzún.

 

Es común, al iniciarse en algún oficio, encontrarse con muchos “no se puede”. Entre prácticas distintas, materiales específicos, técnicas pasadas de mano en mano a través de los años, son disciplinas marcadas por la experimentación y el perfeccionamiento práctico. Sin embargo, los métodos, la información y tecnologías van cambiando, aparecen nuevas posibilidades. “También pasa que la gente quiere cosas distintas, porque acá no hay hartas tiendas y se venden las mismas cosas. De ahí probamos hacer otros materiales, y venderlos”.

¿Cuándo surge Espejo Negro? “Fue el día en que quedé embarazada”, cuenta Andrea. Eso fue lo que los catapultó. Surgió la situación de ver cómo sostenerse de manera estable. “Pensamos, ¿para qué somos buenos?” Cerámica. Decidieron apostarle a eso para vivir. “Creo que eso es muy característico de los talleres de cerámica. Cuando se desarrollan de esta manera, es porque tienes la fe de que va a ser tu sustento”. Y lo es. Además de crear piezas propias, también son proveedores de insumos –crayones cerámicos, pastas de alta y baja temperatura– y herramientas –tamices, morteros–; ofrecen talleres con un enfoque más especializado, para quienes quieran ir un poco más allá en la disciplina: entender la química y la física de por medio, y poder conversar y teorizar sobre pruebas y resultados. “Pocas veces puedes hablar con quien te vende, y contarle lo que pasó con tus materiales, y tratar de ver por qué”.

“Hemos visto que la cerámica da para eso. Conocimos gente que construye su vida con base en eso, y hay otras cosas más espirituales o filosóficas que nacen de allí”, señala Felipe. “Hay algo que pasa con la gente que se dedica a esto. Estamos haciendo uso de la tierra”.

Espejo Negro se ha vuelto un espacio para dialogar, enseñar y nombrar conocimientos más específicos, a través de la producción de material y de cursos que se dedican a profundizar en las posibilidades de la experimentación con cerámicas, lo que permite generar un vocabulario local, un espacio para quienes les interesa llegar más allá, y para que otras disciplinas puedan nombrarlo.


La ciencia de toda la tierra del mundo

En verano de este año, fueron de vacaciones al lago Llanquihue, junto al volcán Osorno. La tierra negra, hecha de rocas volcánicas, “son básicamente todas cerámicas”. Andrea señala el banderín que cuelga de la pared con su logo. “Es un volcán porque la cerámica es muy parecida en el proceso: roca fundida que sale, se enfría y se convierte en un vidrio”. Caminando por la orilla, levantaban piedras y exclamaban “¡acá hay un esmalte natural!”, o “esta se enfría más lento y esta más rápido”. 

Felipe se para y busca entre las cosas del mueble. De una mano, sostiene en alto unas bolsas ziploc: “Vas a una parte y llevas una para guardar un pedazo de ladrillo para moler y volver un esmalte”, sonríe. “Las piedras ya no son solo piedras. Los ceramistas hacen piedras”.

“La cerámica es la ciencia de toda la tierra del mundo”, señala Andrea. “Al final, al acercarse a esto, la tierra en sí se percibe de otra manera”.

Horno abierto con piezas cocidas. Foto: Javiera Oyarzún.

En sus años de estudiantes universitarios, se solían encontrar con los de ciencia en el patio, junto al huerto que mantenían y el gran agujero que habían hecho para alojar su horno. “Los científicos cavernícolas, nos llamaban”, se ríen. “Fue súper nutritivo ese espacio. Hablábamos de todo. Siempre quedamos en medio de la ciencia y el arte”. Era algo que también conversábamos en Fragua: es difícil encontrar espacios donde exponer sus investigaciones y piezas, siendo que no caen en ninguno de los dos, en un espacio indeterminado que, también, por lo mismo, puede extenderse más allá de lo conocido.

“Hay una parte de misterio en todo esto”. Volviendo a señalar su nombre y logo, Felipe suma que, además del estudio químico que hay detrás de la cerámica, hay un elemento de metafísica. “Los espejos negros son objetos ocultistas que se hacen a partir de la obsidiana. En la cerámica hay una suerte de magia, porque uno tiene una fórmula, pero hay una cantidad de cambios que se hacen solos y que no logras comprender completamente. Hay un grado de incertidumbre”.

Ya hacia el final de la conversación, confiesan a lo que más le teme un ceramista. “Al agua”, ríen, y miran hacia afuera del cuarto, donde tienen sacos de materiales apilados. “Hubiera pensado que los temblores”, dice Javiera, nuestra productora. “La naturaleza de la cerámica es romperse”, responde Felipe. “Yo tengo la capacidad de volver a hacerla. Te vuelve más desprendido, menos aprehensivo”.


“La cerámica es el arte de las pruebas”, cierran. “Es una regla de oro: es el arte de fallar. Si fallas hartas veces, ten por seguro que vas a entender mucho más de lo que estás haciendo que si no”.


Gracias a Andrea y Felipe por recibirnos en su taller en el Barrio Yungay. Conoce más sobre ellos en @taller_espejonegro y @lucesdeandromeda.

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